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Leyendas

Leyenda de la Cueva de la Mora

Era en los años en los que el Cid Campeador recorrió estas tierras del Sistema Ibérico de Teruel camino de su exilio a Valencia, tierra poblada por los árabes.

Entonces la climatología era muy dura, especialmente en invierno y las nevadas se sucedían a lo largo de los días.

Avanzar por los quebrados senderos del Maestrazgo era difícil pues la nieve llegaba a las caballerías más arriba de la panza. En esta época es donde comienza nuestra historia….

Cansados y agotados de recorrer esta tierra fría, el Cid y todos sus caballeros encontraron la entrada a un valle perdido.

Se dirigieron a él para buscar refugio de aquel frío polar que azotaba la zona. Hicieron la entrada por el valle, tomaron la senda que transcurría por encima del río y cuando estuvieron bajo una cueva escucharon el dulce y suave canto de una mujer.

Cuando llegaron a la aldea de Montoro de Mezquita encontraron la hospitalidad que buscaban y se alojaron en la única posada que había.

Allí descansaron durante varios días al cuidado de una joven llamada Fátima, que les servía las comidas, las cenas y los desayunos.

Aunque el trato era bueno, todos los hombres del Cid anhelaban seguir haciendo su ruta. Una tarde, Anselmo, uno de los más valientes caballeros del Cid, observo que la joven Fátima salía del pueblo dirección al río.

Siguió sus pasos hasta la cueva donde había escuchado los canticos de mujer el día que entró al valle con su Señor. Se quedó escuchado y oyó los lamentos de las mujeres que allí se encontraban.

Sin pensarlo dos veces entró y descubrió a Fátima y una mujer bella como una flor.

Conversaron durante mucho tiempo y Zoraida que así se llamaba esta bella mujer le contó que el emir de aquellas tierras la había repudiado y la obligaba a cantar todos los días para que todo el mundo supiera que allí vivía la repudiada del emir y que si intentaba huir la buscaría y acabaría con su vida.

Desde aquel día Anselmo iba con Fátima todas las tardes a visitar a Zoraida, le llevaba comida, ropa limpia, algún dulce pero sobre todo comprensión y poco a poco amor.

Aquella montaña, las paredes de aquella cueva, los árboles, los animales, los manantiales; fueron testigos de un sincero y ferviente amor.

La climatología empezó a dar un respiro y ya habían pasado dos semanas sin nevar, cuando Anselmo le propuso a Zoraida escapar de aquel cautiverio. La joven le dijo que no.

No quería perjudicarle, sabía que el emir pasaba todos los días por allí y si no escuchaba su voz los perseguiría y los mataría, además Anselmo se debía a su Señor.

Pero el amor del valiente caballero no se dio por vencido y una madrugada se presentó en la cueva, la subió a su caballo y desaparecieron camino de otras tierras lejanas en las que pudieran vivir plenamente su amor.

Para evitar que el emir notara la ausencia de la joven, la montaña los quiso ayudar y desde entonces el agua de los manantiales que hay próximos a la “Cueva de la Mora” imitan su voz.

Mientras el Cid Campeador buscó por todos los lados a su valiente caballero, pero nunca jamás se supo nada de él.

Por lo cual el Cid lloró amargamente su desaparición.

 

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